
El miedo a no conseguir algo es la barrera más alta que solemos ponernos.
Ya sin dolor en las rodillas y con la mente puesta en un nuevo reto, es el momento de echar la vista atrás y valorar lo conseguido.
Me vienen mil cosas a la mente cuando intento escribir las primeras palabras recordando el reto 42k con mi holandés y soy incapaz de filtrarlas y valorar por cual empezar. Lo haré sin detenerme a pensarlo, solo dejando fluir las letras para leer más tarde lo que se habrá plasmado sobre el papel.
Correr un maratón es un gran reto, algo que requiere de mucho sacrificio, muchas horas de entrenamiento, cuidado en la alimentación y, algunas veces, falta de sueño, pero no es solo un sacrificio para el corredor. También lo es para la familia.
Muchas horas entrenando implica dejar solos a tu pareja y a tu hijos, teniendo que adaptar los planes familiares a tus entrenamiento y sacrificando muchas veces algunas cosas porque “hoy tengo que entrenar”. Por eso supongo que la satisfacción es tan grande cuando te ven llegar a la meta. Porque lo han sufrido, lo han vivido y lo han luchado contigo. Esa carrera también es mérito de ellos y merecen la medalla tanto como tu.
Pero en mi caso, ese sacrificio va más allá de la familia. Está vinculado también a la amistad, pero la AMISTAD con mayúsculas. ¿Quien sería capaz de embarcarse en la locura de preparar un maratón para ayudar a llevar a Luis hasta la meta si no fuese un verdadero amigo?
Me paro a pensar las horas de entrenamiento dedicadas a preparar este maratón y recuerdo como me motivaba pensando en que era el maratón por Luis, por mi hijo. Eso me daba fuerzas, sobre todo de voluntad, para salir a entrenar hasta los días en que más negro lo veía todo. Sin embargo, todavía tiene más mérito pensar en que Julio, mi pareja de running para llevar el carro de Luis en Sevilla, sacaba las fuerzas de la amistad. Amistad pura, la que te ofrece un amigo de verdad, de los que dan sin esperar recibir. Bonito recuerdo para enmarcar junto a la medalla de finalista. Muchas gracias Julio, porque sin ti no hubiera sido posible cumplir este reto. Y muchas gracias María José, porque esa medalla también es tuya.
Pienso en las medallas y no puedo evitar que me venga a la mente el recuerdo de las clases de educación física en el colegio. Siempre era de los últimos en terminar cuando teníamos que dar vueltas al patio. Siempre terminaba más fatigado que nadie. Nunca pensé que podría hacer 5 kilómetros corriendo y lo pasaba francamente mal para pasar el examen.
Una vez terminado el colegio, cuando correr dejó de ser una obligación, empecé a salir a trotar para estar en forma.
Desde los 18 años he tenido épocas de correr en las que hacía 5 y 6 kilómetros, estando muy satisfecho por poder conseguirlo. Alguna vez conseguía hacer 10 kilómetros, lo que para mi era todo un record. Veía imposible saltar de esa barrera y una locura poder hacer media maratón. Era impensable que pudiese ni siquiera planteármelo. Imagínate pensar en un maratón. Eso estaba fuera de mi alcance. Estaba reservado para súper atletas. Esa era mi barrera, pero decidí intentar saltarla.
Toca ahora buscar la parte positiva de las derrotas. Si, derrotas. Porque este maratón ha estado plagado de ellas y por eso lo valoro más que los anteriores.
Cinco meses de entrenamiento es un tiempo suficiente para preparar un maratón si has estado activo, pero es un tiempo demasiado escaso si partes desde cero. En mi caso, después de un verano sin apenas entrenar y ganando más kilos de los que me hubiera gustado, llegaba el inicio del entrenamiento en un estado de forma muy bajo que me obligaba a luchar en muchos frentes. Sobrepeso, falta de motivación y miedo a los malos resultados hacían que los entrenamientos fuesen más duros que nunca. Cuatro días de entrenamiento a la semana implicaban dos derrotas cada siete días. Dos derrotas al ver que nunca conseguía completar bien los dos entrenamientos más exigentes de la semana. Cada día que veía que no conseguía mantener el ritmo pautado era un mazazo a mi motivación. Pero ahí estaba Luis para recordarme que nunca debo tirar la toalla. Luis nunca ha trabajado con un objetivo a corto plazo y no sabe lo que significa la palabra “rendirse”, así que tomaba ejemplo de él y me obligaba a no pensar en el día a día. Simplemente tenía que entrenar y entrenar, sin dejarme influir por los resultados.
Pero pasaba otra semana y volvía una nueva derrota. Y otra. Y otra. Prácticamente he estado los cinco meses sin llegar a poder completar los entrenamientos al 100%, lo que hacía que mentalmente no estuviese lo fuerte que requiere una prueba de este tipo. Me atrevería a decir que en un maratón tiene tanta importancia la parte física como la mental. En mi caso, en la parte física no estaba al 100%, lo que hacía que en la mental estuviese muy por debajo de lo recomendable.
Así llegué a las últimas semanas de la preparación, las más duras, las que implican semanas de unos 70km. de entrenamiento y días de entrenamiento de 3 horas en solitario. En el reto anterior, esos días eran los que más me gustaban porque eran la confirmación de que el entrenamiento había tenido su resultado. Sin embargo, esta vez empezaba cada entrenamiento largo con un pánico arrollador. El día de antes lo pasaba con miedo por enfrentarme a ese entrenamiento y ese día empezaba desde el primer kilómetro pensando que seria incapaz de conseguirlo.
Y de nuevo estaba ahí el ejemplo de Luis. “No tires la toalla, papá” me hubiera dicho si pudiese hablar. “No te rindas, haz como yo”. Y eso hacía. Un pie detrás de otro, aunque mi mente dijese que no sería capaz. Un pie detrás de otro, un metro tras otro, un kilómetro más. Mi cabeza decía que no sería capaz, que debía dejarlo para otro día, pero mi corazón me gritaba “SIGUE, SIGUE, SIGUE”.
Así fue como llegué a Sevilla. Con más miedo que motivación, con demasiadas dudas en la maleta, pero cargado de ilusión por empujar el carro de Luis junto a mi amigo Julio durante 42 kilómetros y 195 metros por las calles de Sevilla. No me veía del todo capaz, pero se trataba de imitar a Luis. Era tan sencillo como dar una zancada tras otra hasta la meta. Y así fue como empecé los primeros metros. Además, por suerte, empezar un maratón significa un chute de adrenalina y de emoción que te hace ir con las pilas a tope durante los primeros kilómetros, así que me dejé llevar y soñé con que lo iba a conseguir. El miedo se había quedado en la salida y la ilusión y la emoción por verme junto a Luis en este nuevo reto hacía que todo pareciese posible.
Sin embargo, el muro llegó mucho antes de lo previsto. Todo el mundo habla de que en un maratón te enfrentas al muro en el kilómetro 30 aproximadamente. Se trata del momento en el que las fuerzas empiezan a fallar y todavía quedan demasiados kilómetros como para animarte pensando que ya estás llegando al final. Yo ya había experimentando ese muro anteriormente, pero esta vez me llegó en el kilómetro 24. Quedaba casi media carrera y tenía que luchar por sobreponerme al muro y buscar motivación de donde no la hubiera. Pero allí estaba Luis. Allí estaba mi motivación. Y seguí poniendo un pie delante del otro y dando una zancada tras otra para poder superar el muro. Poco a poco iba sumando kilómetros hasta que llegó el momento de empezar a descontar. Ese momento en que ya no sumas kilómetros a los que has hecho, si no que vas descontando lo que te queda porque el final está cada vez más cerca. Aquí fue donde mis piernas dijeron basta y llegó el peligro de luchar en desventaja. Hasta ahora luchaba mi cabeza contra mi corazón y siempre ganaba el segundo. Ahora la cabeza tenía un aliado nuevo y mis piernas me insistían en que debería parar. De haber ido sin carro seguramente hubiera parado, pero debía llevar a Luis hasta la meta. Él merecía tener su final y yo no podía arrojar la toalla. Hubiera sido lo más fácil, sobre todo viendo la cantidad de corredores que iban caminando los últimos kilómetros. Pero no era solo mi carrera. Era el reto por Luis, por mi pequeño holandés, y lo iba a conseguir por él.
Kilómetro 33, quedan 9. Kilómetro 34, quedan 8. Aquí llegó una de las cargas de gasolina que más falta me hacía. Aquí esperaban animando mis hijos, mi mujer y mi amiga María José, la pareja de Julio. Sin saberlo, me acababan de dar energía para unos pocos kilómetros más.
Kilómetro 35, quedan 7. Kilómetro 36, quedan 6. Pinchazos en la parte posterior del muslo que me obligan a rebajar el ritmo. Eso implica que tendré que estar más tiempo corriendo, pero todo es mejor que rendirse. Kilómetro 37, quedan 5.
Cada kilómetro cambiaba con mi amigo Julio para llevar el carro. Desde la salida íbamos alternando un kilómetro cada uno, lo que nos permitía descansar un poco durante el kilómetro que no íbamos empujando. Los últimos kilómetros se hacían muy duros teniendo que empujar el carro pero, paradójicamente, también me daban más fuerzas. Por Luis. Por Luis. Por Luis. Cada vez era más pesado empujar el carro, pero era cuando realmente estaba viviendo el reto y eso era lo que me daba fuerzas para seguir descontando kilómetros.
Kilómetro 38, quedan 4. Kilómetro 39, quedan 3. Ahora si que se trataba de descontar, pero las piernas no daban para más y en el kilometro 40 tuve que parar en uno de los puestos donde los voluntarios me dieron Reflex en las rodillas y la parte posterior de los muslos. No se hasta que punto fue efectivo, pero sirvió para que mi cabeza no se preocupase tanto por una lesión en los últimos metros.
Se acercaba el final y los metros empezaban a ralentizarse. El kilómetro 41 se hizo eterno, pero cada metro me acercaba al final y eso hacía que cerrase los ojos y no pensase en otra cosa que en cruzar la meta junto a Luis. Los últimos 2.000 metros di casi todas las zancadas llorando por la emoción. Me estaba costando mucho más de lo esperado y eso hacía que la emoción creciese de modo exponencial.
Último kilómetro. En ese momento parecía que el tiempo se estaba deteniendo. Conocía el recorrido de los últimos metros, ya que el final coincidía con la salida, pero me daba la sensación de que no avanzábamos y que no llegábamos nunca a la meta. En esos momentos ya iba más pendiente de ver a mi mujer y mis hijos que de terminar. Sabía que en cuanto los viese volvería a cargarme con la energía necesaria para llegar a la meta. Pero tardé mucho en verlos. Justo en el kilómetro 42. Hubiera preferido verles en el 41 porque mi depósito de gasolina estaba vacío, pero Víctor y Pablo me esperaban en la parte de dentro de las vallas y mi mujer les gritaba que se uniesen a nosotros para entrar juntos a la meta.
Era el final soñado, entrar en la meta del maratón con mis tres hijos y habiéndolo dado todo. Tal vez fue el mayor esfuerzo físico que he hecho en la vida, pero la emoción era proporcional a dicho esfuerzo y todo se desbordó cuando por fin me fundí con un abrazo con mi mujer. Nunca olvidaré la mirada de uno de mis hijos al verme llorar abrazado a su mamá. Tras unos segundos de una intensa mirada mezcla de admiración y respeto, se unió a nosotros. Luego hizo lo mismo su hermano, multiplicando la emoción por cuatro. Minutos después me diría en palabras lo que yo había visto en su mirada: “papá, te he visto llorar de alegría”.
Fueron cuatro horas y veinte minutos de sufrimiento, pero también de emoción, de lucha, de fuerza de voluntad y de satisfacción.
Y ahora, al recordarlo, todavía estoy más satisfecho al pensar que he sido capaz de conseguirlo porque no he querido rendirme.
Lo tenía casi todo en contra. Falta de motivación, exceso de peso y entrenamientos que no conseguía terminar, pero tenía a Luis y su ejemplo de no rendirse nunca. Y eso me llevó a la meta.
El miedo a no conseguir algo es la barrera más alta que solemos ponernos. Muchas veces esa barrera nos la ponemos nosotros y ni siquiera intentamos saltarla. Sin embargo, hasta cuando te propones saltar esa barrera, hay veces que todo indica que no lo vas a conseguir. Esas veces es cuando es tan importante no rendirte y seguir hacia delante, sea cual sea el resultado. El fracaso no está en el intento fallido, si no en abandonar dándote por vencido sin intentarlo.
Por imposible que nos parezca algo, siempre podremos luchar por conseguirlo. Si no luchamos, la única seguridad que tendremos es que no lo conseguiremos, pero si luchamos, tendremos la satisfacción de la duda. Lo que hagamos para conseguirlo, sea cual sea el final, seguro que nos enriquece y nos completa, independientemente del resultado.
Ese lo he aprendido de mi pequeño holandés. Al nacer nos dijeron que seguramente no podría levantarse de la cama y que era posible que no pudiese ver ni oír nada. Sin embargo, día a día trabaja duro en sus terapias y, aunque nunca se ha parado a pensar a dónde le llevará su trabajo, cada día avanza más y es y nos hace más felices.









